Allariz: geometría de la niebla y el tiempo

Allariz

¿Alcanza, dígame usted, lector cómplice, con seguir el curso de un río para entender el alma de un pueblo? ¿O es que el agua, como la memoria, siempre guarda meandros secretos, reflejos que se escapan a cualquier cartografía, por minuciosa que sea? Piénselo mientras damos los primeros pasos junto al Arnoia, aquí en Allariz, donde el río no es solo un límite o un accidente geográfico, sino más bien la columna vertebral líquida sobre la que se articula un organismo de piedra y tiempo.

Porque Allariz no se deja atrapar en una simple descripción. Sería como intentar meter niebla gallega en una caja. Claro que hay un casco histórico primorosamente restaurado, que le valió a la villa el reconocimiento europeo allá por los noventa –un premio de urbanismo que suena a título nobiliario, pero que en realidad fue el resultado de un trabajo casi de orfebre, piedra a piedra, vecino a vecino–. Pero reducir Allariz a eso sería como decir que Don Quijote es solo un libro que se puede leer de dos maneras. Hay más, mucho más, bullendo bajo la superficie pulcra.

Caminar como quien navega por el tiempo

Uno empieza a caminar, quizá cerca del puente de Vilanova, y el Arnoia te acompaña con ese murmullo suyo, que a ratos parece una confidencia y a ratos la banda sonora de una película antigua, llena de ecos. Ecos de cuando aquí residía la corte sueva, imagíneselo, un reino bárbaro asentado en esta esquina verde del mundo. O ecos más eruditos, los del joven Alfonso, que luego sería Sabio, aprendiendo quizás a leer las estrellas en este cielo a menudo encapotado, o las letras en algún pergamino iluminado, quién sabe si cerca del Convento de Santa Clara, cuyas monjas aún hoy custodian secretos y dulces tras sus muros centenarios. La historia, aquí, no es un pesado manual; es más bien como esas figuras esquivas que Don Alonso Quijano  veía surgir en mitad de la Macha: aparecen, insinúan algo y se desvanecen, dejando una estela de curiosidad.

El paseo en sí mismo es un engaño delicioso. Uno cree que avanza linealmente, siguiendo la senda marcada, pero en realidad está navegando por capas de tiempo superpuestas. El rumor del agua sobre las piedras evoca inevitablemente el trabajo de las lavanderas y los curtidores, cuyas industrias marcaron el pulso económico de Allariz durante siglos. El lino, esa fibra humilde y resistente, se maceraba en estas mismas aguas antes de convertirse en hilo y lienzo, tejiendo la prosperidad y también la dependencia de este río generoso y a veces terrible. El Museo do Coiro, instalado en una antigua curtiduría, no es solo un museo; es una cápsula del tiempo que huele a esfuerzo y a la química ancestral de transformar la piel.

Ecos, cortes y personajes

Y mientras uno camina, ¿qué ve? Gente, claro. Pero no como una masa anónima. Pasa un señor con boina, andares metódicos, que parece medir el mundo a pasos cortos y seguros. Cruza una pareja joven, discutiendo en susurros algo urgente, ajenos al paisaje, envueltos en su propio microclima emocional –impulsivos, quizá, o simplemente atrapados en uno de esos absurdos cotidianos que tanto me fascinan–. Más allá, un grupo de chavales juega cerca del agua, su energía un contrapunto vibrante a la calma del entorno. Cada figura es un universo fugaz, un personaje que entra en escena y sale sin que sepamos su historia completa, dejando que nuestra imaginación, lector amigo, complete los huecos.

El río que piensa

El Arnoia, mientras tanto, sigue su curso. A veces parece detenerse en un remanso, como si reflexionara. Otras, se acelera en pequeños rápidos, juguetón. Refleja los árboles de ribera –amieiros, freixos, salgueiros– con una nitidez casi dolorosa, creando un mundo invertido donde el cielo es verde y las raíces flotan. Y es en esos momentos de quietud engañosa donde puede colarse lo insólito. ¿Fue una sombra en el agua que tenía una forma extraña, casi una cara sonriente? ¿O ese sonido, distinto al murmullo habitual, como una risa ahogada? Probablemente solo el juego de la luz sobre la corriente, o el viento atrapado entre las hojas. Pero por un instante, la lógica se tambalea, y uno siente que ha rozado otra dimensión, esa que Cortázar exploraba con la naturalidad de quien pide un café.

Aquí no hay necesidad de buscar lo mágico en grandes gestos. Está en la coexistencia pacífica de la piedra milenaria y la flor efímera del Festival Internacional de Jardines, que cada año reinventa un tramo de la orilla con propuestas audaces, a veces poéticas, a veces desconcertantes. Está en la forma en que la Reserva da Biosfera abraza al pueblo, recordándole que es parte de un ecosistema mayor y delicado. Dualidades constantes: lo antiguo y lo nuevo, lo natural y lo construido, la memoria y el presente fluyendo juntos, como las aguas del río.

Leer un lugar como se lee un poema

¿Referencias? Podríamos buscar ecos de Cunqueiro en la atmósfera brumosa, o sentir la saudade que impregna ciertos rincones como si Rosalía de Castro hubiera suspirado allí mismo. Pero las referencias culturales aquí son más bien sensaciones, atmósferas que el lugar evoca sin necesidad de etiquetas. Es un sitio que invita a sacar un libro del bolsillo –quizás uno de Celso Emilio, por qué no– y leer un fragmento en voz alta, dejando que las palabras se mezclen con el sonido del agua.

El paseo podría terminar volviendo al corazón de Allariz, perdiéndose por sus rúas estrechas, descubriendo la iglesia románica de Santiago o la de San Pedro, sintiendo cómo el pulso del río se atenúa pero no desaparece, porque en Allariz el Arnoia es más que agua: es presencia, es carácter.

Y la pregunta inicial, lector, ¿qué hacemos con ella? ¿Basta el río? Quizás no basta para dibujar el pueblo en un mapa exhaustivo, pero sí para sentir su latido, para intuir sus secretos, para participar por un instante de su flujo vital. El verdadero mapa de Allariz, usted ya lo sospecha, no está en el papel, sino en la experiencia misma de caminarlo, de dejarse llevar por el río y por el azar, como en una rayuela que se juega entre la piedra y el agua. Y eso, me temo, no cabe en ningún artículo, por más palabras que uno convoque. Hay que venir y perderse un poco.