¿Y si te dijera, viajero, que has comprado un billete no a una ciudad, sino a un estado de ánimo donde los mapas mienten y la única brújula fiable es la piel erizada por la humedad?
Olvida por un instante la lista de monumentos, las rutas marcadas en fosforito, la eficiencia del mundo funcional que dejaste atrás. Permíteme, cómplice de sentires, susurrarte al oído que Santiago no se visita: se respira, se padece gozosamente, te extravía para que, quizá, te encuentres en un recodo inesperado de ti mismo. No has venido a conquistar un destino, sino a dejarte seducir por un paréntesis en el tiempo, un lugar donde la utilidad turística se disuelve como azúcar en el café caliente de una mañana lluviosa. Aquí no se trata de qué ver, sino de aprender, humildemente, cómo estar.
La primera sensación, si te dejas, es la de una suave deriva. Llegas, quizá, con la intención de seguir un plan, de optimizar las horas. Pero Santiago tiene otros ritmos. El repiqueteo constante del orballo sobre el granito, el laberinto de rúas estrechas que prometen llevarte a un sitio y te desembocan en otro completamente distinto, el peso amable de la historia en cada fachada… todo conspira para desarmar tu voluntad de control. Ríndete. Guarda el mapa, apaga por un rato el GPS mental. Deja que sea el eco de tus propios pasos bajo los soportales quien te guíe, o el aroma súbito a pan recién hecho, o esa melodía de gaita que parece nacer del mismo aire húmedo. Aquí, perderse no es un contratiempo, es casi una metodología. Es la forma que tiene la ciudad de decirte: «Tranquilo, no hay prisa. Abandona el timón por un rato». Descubrirás que la desorientación, lejos de angustiar, libera. Te devuelve a un estado más primario, más atento a lo inmediato: la textura de un muro cubierto de musgo, el juego de luces en un charco, la conversación fugaz entrevista al pasar. Naufragar aquí es, paradójicamente, encontrar un puerto inesperado en ti mismo.
Cierra los ojos un momento. ¿Qué sientes? Es probable que sea la humedad, esa caricia persistente que impregna el aire, la ropa, la piel. Es el aliento del Atlántico cercano, aunque no veas el mar, mezclado con el olor mineral de la piedra mojada, el eco terroso del musgo antiguo. Abre los oídos: el silencio aquí nunca es completo; está tejido con el rumor del agua en las fuentes, el roce de las gabardinas, las campanas que miden un tiempo distinto al de los relojes, y sí, el paso de los peregrinos, ese murmullo constante de pies cansados y esperanzas renovadas que forma parte del soundtrack esencial de Compostela. Fíjate en la luz, cómo transforma el granito, pasando del gris melancólico al dorado más cálido en cuestión de minutos cuando el sol decide asomarse entre las nubes. Esto no es un decorado. Es una atmósfera viva, tangible e intangible a la vez, que te envuelve y te modifica sutilmente. Intenta capturarla con la cámara y te darás cuenta de su inutilidad. La foto mostrará piedra, sí, pero no su respiración; mostrará lluvia, pero no su melancolía fértil. Santiago se resiste a la simplificación de la postal. Se siente, no se explica.
Si buscas la esencia de este lugar, no la encontrarás en los puntos marcados con estrellas en tu guía. Quizá esté en ese instante en que te detienes en la Plaza de Platerías, no para admirar la fachada, sino para sentir cómo el tiempo se pliega sobre sí mismo. O mientras tomas un vino en una taberna minúscula del Franco, escuchando conversaciones de las que solo entiendes la música. O al caminar de noche por la Vía Sacra, cuando la ciudad parece recogerse y solo quedan las piedras y tus pensamientos. No intentes hacer cosas. Simplemente, sé. Siéntate en la Quintana de Mortos y deja que la solemnidad del lugar te invada, sin buscarle un porqué. Observa a la gente, no como un antropólogo aficionado, sino como un compañero de viaje en este extraño paréntesis vital. Permite que el aburrimiento, si llega, te visite; a veces es el preludio de las revelaciones más inesperadas. No busques respuestas aquí. Santiago es un lugar experto en devolverte las preguntas, pero pulidas, transformadas, más esenciales. Hallarás, quizá, no lo que venías buscando, sino algo mucho más valioso: un eco de ti mismo que no conocías.
¿Sientes esa complicidad, lector? Esa sensación de que estamos compartiendo un secreto, una afinidad ante este lugar que se niega a ser domesticado por el turismo convencional. Si has asentido mientras leías, si has reconocido esa punzada de melancolía gozosa, esa atracción por lo intangible, entonces sí, este lugar es también para ti. No como un consumidor de destinos, sino como un viajero del alma, alguien que intuye que hay geografías que se cartografían mejor con las emociones que con la topografía. Santiago te mira, nos mira, con la sabiduría de los siglos, con una leve ironía quizá, divertida ante nuestros intentos de comprenderla, de etiquetarla. Ella sabe que su misterio es su mayor fortaleza. Se ofrece, sí, pero no se entrega del todo. Siempre guarda algo para sí, un último pliegue, una sombra en el Obradoiro, el sonido de una campana que parece tañer solo para ti.
Así que ven, si te atreves. Ven dispuesto a soltar el control, a dejarte mojar por la lluvia y por la duda, a caminar sin rumbo fijo. Ven a sentir más que a entender, a formar parte, por un instante irrepetible, de este organismo de piedra y alma que late con un pulso propio, ajeno a nuestras prisas. Y luego me cuentas, si quieres, qué encontraste cuando dejaste de buscar.