Imaginen por un momento el corazón de Galicia, esa esquina mágica y húmeda de la península Ibérica. Cierren los ojos y sientan la caricia persistente del orballo, esa lluvia fina que parece suspenderse en el aire. Escuchen el murmullo del viento entre los árboles centenarios de una fraga, el eco de pasos sobre piedras que han visto pasar incontables generaciones.
Es en este escenario, cargado de una atmósfera singular, donde la niebla difumina los contornos de lo real y lo legendario se respira en el ambiente, donde surge, casi como una emanación de la propia tierra, una figura ancestral y poderosa: la meiga. No nos apresuremos a invocar la imagen simplista de la bruja de escoba y verruga.
Detengámonos. Escuchemos con atención los susurros que atraviesan el tiempo, relatos que nos hablan de poderes inexplicables, de miedos atávicos y de un saber que parece desafiar las luces de nuestra razón. ¿Qué verdad, qué realidad profunda, se oculta tras el velo de misterio que envuelve a las meigas gallegas? Les invito a acompañarme en una exploración serena, inquisitiva, por este fascinante territorio fronterizo.
Es fundamental, antes de proseguir, intentar desentrañar la complejidad de este término. En Galicia, la tradición popular distingue a menudo entre la meiga y la bruxa. Mientras la segunda se asocia más directamente con el mal, con el pacto demoníaco y la magia negra, la figura de la meiga es considerablemente más ambigua, más poliédrica.
Existe también la curandeira, la sabia, aquella mujer depositaria de conocimientos sobre hierbas, remedios y, a menudo, poseedora de una profunda empatía y conocimiento del alma humana y sus dolencias. Pero las líneas divisorias, como suele ocurrir en el ámbito de lo popular y lo ancestral, no siempre son nítidas. Una misma persona podía ser vista como sanadora por unos y como fuente de maleficios por otros, dependiendo de las circunstancias, de las afinidades o de los miedos proyectados sobre ella.
Desde una perspectiva histórica y antropológica, estas figuras, mayoritariamente femeninas, desempeñaban un rol crucial en las comunidades rurales. En un mundo donde la ciencia médica oficial tardó en llegar, o era simplemente inaccesible, la sabia local era la referencia ante la enfermedad, el parto, o incluso las desdichas del espíritu.
Su poder no radicaba únicamente en el conocimiento empírico de la naturaleza –que sin duda poseían en grado sumo– sino también en una aguda capacidad de observación, en una comprensión intuitiva de las dinámicas sociales y psicológicas de su entorno.
Eran, en muchos casos, consejeras, mediadoras, y también, inevitablemente, depositarias de los temores colectivos. La Inquisición, aunque con menor virulencia en Galicia que en otras regiones en lo referente a la caza de brujas clásica, sí persiguió estas prácticas consideradas paganas o supersticiosas. Sin embargo, la creencia en su poder, en sus capacidades, demostró una resiliencia extraordinaria, arraigándose profundamente en el imaginario colectivo.
Adentrémonos ahora en el corazón mismo del enigma: los poderes atribuidos a las meigas. El abanico es amplio y revela una cosmovisión donde lo natural y lo sobrenatural se entrelazan de forma inextricable.
Quizás el poder más universalmente temido y reconocido sea el mal de ollo, el mal de ojo. Una creencia ancestral, presente en muchísimas culturas, que postula la capacidad de dañar –enfermar al ganado, malograr cosechas, atraer la desgracia sobre personas– mediante una mirada cargada de envidia o mala intención. Se decía que ciertas meigas poseían esta capacidad de forma innata o la cultivaban mediante oscuros rituales. Junto al mal de ojo, se les atribuía la elaboración de conxuros para perjudicar, la capacidad de provocar tormentas, de enviar enfermedades o de establecer pactos con fuerzas oscuras para obtener favores o poder. Eran la encarnación de lo impredecible, de la fuerza caótica que podía irrumpir en la ordenada vida comunitaria.
Pero la moneda, como siempre, tiene dos caras. Frente a la meiga que infundía temor, existía la figura de la sanadora, la que conocía los secretos de las plantas medicinales, los ciclos de la luna, los ungüentos capaces de aliviar el dolor o cerrar heridas. Eran parteras expertas, conocedoras de remedios para la fertilidad o para proteger a los recién nacidos. Elaboraban amuletos protectores, como la popular figa de azabache, destinada a repeler precisamente el mal de ollo y otras influencias negativas.
Este conocimiento profundo de la natura, transmitido oralmente de madres a hijas, de maestras a aprendizas, constituía un verdadero tesoro de sabiduría empírica, un saber adaptado al medio y a las necesidades de la gente. ¿Era solo conocimiento botánico, o había algo más en juego, una sintonía especial con las energías sutiles del entorno?
La leyenda va aún más allá. Se cuenta que algunas meigas poseían dones de adivinación, capaces de vislumbrar el futuro en el agua, en el fuego o a través de sueños premonitorios. Otras, según el folclore, podían influir en los elementos, calmar o desatar tempestades, o incluso comunicarse con los espíritus de la naturaleza o de los antepasados. Relatos hablan de su capacidad para transformarse en animales –lobos, gatos, cuervos– para moverse sin ser vistas o para ejecutar sus designios. Son narraciones que nos sumergen de lleno en el ámbito del pensamiento mágico, pero que reflejan una visión del mundo donde el ser humano no está separado de las fuerzas que lo rodean, sino inmerso en ellas.
Resulta fascinante constatar cómo, a pesar del avance de la ciencia y la tecnología, la creencia en la existencia y el poder de las meigas no ha desaparecido por completo. Permanece latente en el subconsciente colectivo, aflorando en conversaciones, en expresiones populares, en esa cautela instintiva ante lo inexplicable. La famosa frase, casi un lema no oficial de Galicia, «Eu non creo en meigas, pero habelas, hainas» («Yo no creo en las meigas, pero haberlas, las hay»), encierra magistralmente esta dualidad: la negación racional conviviendo con una aceptación profunda, casi visceral, de que existen realidades que escapan a nuestra comprensión.
Los estudios de etnografía y folclore recogen innumerables testimonios, historias transmitidas de generación en generación que, si bien pueden haberse adornado con el tiempo, parten a menudo de una experiencia vivida, de un suceso real interpretado a través del prisma de estas creencias ancestrales. Son ecos de un pasado que se resiste a guardar silencio.
¿Cómo podemos aproximarnos a este complejo fenómeno desde nuestra atalaya del siglo XXI? La psicología nos habla, con razón, del inmenso poder de la sugestión y del efecto placebo. Una persona convencida de estar bajo los efectos de un mal de ollo puede, efectivamente, enfermar por somatización. De igual modo, la fe en un remedio proporcionado por una curandeira respetada puede desencadenar mecanismos de autocuración muy potentes.
La sociología analiza el papel de estas figuras como reguladoras sociales, como depositarias de normas o, en ocasiones, como chivos expiatorios sobre los que proyectar las tensiones y desgracias de la comunidad. Carl Gustav Jung nos hablaría del arquetipo de la bruja o la hechicera, una imagen primordial presente en el inconsciente colectivo de la humanidad, que encarna tanto el poder creador y nutricio de la naturaleza como su aspecto terrible y destructor.
Todas estas explicaciones son válidas, necesarias, iluminadoras. Nos ayudan a contextualizar, a comprender las raíces culturales y psicológicas del fenómeno. Pero, ¿son suficientes? ¿Explican *todos* los relatos, todas las experiencias que, aún hoy, desafían una interpretación puramente racionalista? Como médico psiquiatra, he sido testigo de la extraordinaria capacidad de la mente humana para influir sobre el cuerpo, para generar realidades subjetivas de una intensidad asombrosa. Pero también he aprendido a mantener una mente abierta ante los límites de nuestro conocimiento actual.
¿Podríamos descartar de plano la posibilidad de que ciertas personas, quizás a través de una predisposición innata o de un entrenamiento ancestral, pudieran desarrollar facultades perceptivas o de influencia sobre la materia –lo que algunos llamarían fenómenos psi– que la ciencia ortodoxa aún no reconoce o no sabe cómo medir? ¿Y si la profunda conexión con la naturaleza que se atribuía a estas mujeres les permitiera acceder a niveles de realidad o a energías sutiles que nosotros hemos olvidado o despreciado en nuestro afán por controlar y diseccionar el mundo? Son preguntas incómodas, lo sé. Pero creo que es necesario plantearlas si queremos abordar el misterio con honestidad intelectual.
No he pretendido, en esta reflexión pausada, ofrecerles certezas ni desvelar secretos definitivos sobre las meigas gallegas. La intención era, más bien, compartir una fascinación, una interrogante que pervive a través de los siglos. La figura de la meiga, con toda su carga de ambigüedad, de luz y de sombra, actúa como un poderoso catalizador para la reflexión. Nos obliga a cuestionar nuestras propias certidumbres, a reconocer la vastedad de lo que ignoramos y la complejidad intrínseca de la creencia humana.
Quizás la verdadera esencia no resida tanto en probar o refutar la existencia literal de sus poderes, sino en comprender el profundo significado que estas figuras han tenido y, en cierto modo, siguen teniendo. Son un espejo donde se reflejan nuestros miedos ancestrales, nuestra relación con lo sagrado y lo prohibido, nuestra búsqueda incesante de sentido ante la enfermedad, la muerte y lo desconocido.
Las meigas habitan en ese umbral fascinante entre la historia y la leyenda, entre la psicología profunda y lo inexplicable. Y mientras existan rincones oscuros en nuestro conocimiento del universo y de nosotros mismos, mientras la niebla siga descendiendo sobre los valles gallegos, su eco seguirá resonando, invitándonos a asomarnos, con respeto y curiosidad, al abismo insondable del misterio. Porque, no lo olvidemos, aunque no creamos en ellas… habelas, hainas. Y es precisamente en esa posibilidad, en esa duda persistente, donde reside gran parte de su imperecedero poder.